Perdón, otra digresión… Teoría de la Unidad

Ante iguales condiciones iniciales e igual historia de interacciones con la diversidad de entidades biológicas y no biológicas que componen el universo, dos seres A y B se comportarán de la misma manera ante cualquier circunstancia.

Demostración.

Mismas condiciones iniciales implican una misma composición material y de configuración del universo al momento de la creación simultánea de cada uno de los dos seres. Por lo tanto, un ser A y otro ser B que posean las mismas condiciones iniciales serán réplicas idénticas, tanto en su estructura biológica como en su ubicación espacio-temporal (superpuesta).

No se puede negar que cada individuo es igual a sí mismo (A=A y B=B), por lo que, ante los mismos estímulos e interacciones con el mundo exterior deberán desarrollarse de igual manera. Entonces A=B.

Evidentemente, esto no puede suceder en el universo que conocemos, entre otras razones, porque dos seres materiales no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Además, la mecánica cuántica introduce incertidumbres y comportamientos probabilísticos, incluso bajo condiciones iniciales similares. Es decir, las características inherentes a nuestro universo propician la variabilidad, la diversidad y la multiplicidad.

Sin embargo, esta teoría muestra que, dadas las premisas, ambos seres se comportarán exactamente del mismo modo, resultando en un comportamiento determinista¹, regido por su estructura biológica y por la historia de sus interacciones —sensibles y no sensibles— con el resto del universo. Aun sin precisar inconvenientes, el análisis dual realizado puede extenderse a N seres que cumplan los requisitos enunciados, independientemente de su especie.

¹ El determinismo no implica necesariamente la inexistencia del libre albedrío. Por ejemplo, una acción debe suceder y tú debes ejecutarla. Tienes la libertad de realizarla o no. Si decides llevarla a cabo, cumples con el determinismo por decisión propia y eres moralmente responsable. Si decides no realizarla, puede surgir un impulso irrefrenable que te lleve a hacerla de todos modos; en ese caso, la acción se ejecutará igualmente, pero ya no serás moralmente responsable (aunque la jurisprudencia afirme lo contrario).

Quizás, entonces, los impulsos no conscientes —aquellos que surgen en nuestra mente sin un origen que pueda determinarse con claridad, que han sido atribuidos a distintas entidades (el inconsciente en psicología, los espíritus en la religión, los arquetipos colectivos en la mitología, el ello en el psicoanálisis, la voz interior en la filosofía existencial, o incluso los algoritmos mentales en las ciencias cognitivas)— tengan, entre otras funciones, la de preservar el determinismo en los seres que los poseen. De forma análoga, otras disposiciones —como las leyes universales que estudia la Física— garantizarían dicho determinismo en seres u organizaciones de materia y energía que no estén influenciados por una estructura inconsciente. O quizás la fuerza inconsciente actúe sobre toda la materia (animada e inanimada), y el “problema” de los seres más evolucionados sea precisamente la conciencia, que se interpone entre la voluntad y la representación.

Corolario: La ilusión del ego individual.

En nuestra concepción del universo —y, en un sentido más amplio, de la realidad—, ambas dadas por la razón, los sentidos naturales y los sentidos extendidos (aquellos que permiten medir parámetros no sensibles mediante dispositivos creados por la ciencia y la tecnología), no es posible la igualdad de condiciones espacio-temporales iniciales para dos seres A y B. Así, cada ser es único; no en términos generales, sino en el tiempo, en cada momento, ¡ahora!

Ese ser único podría haber sido la Madre Teresa, Hitler, Napoleón, Newton, el vecino de enfrente, el asesino del noticiero… o tú. Un ser podría haber sido muchas cosas, pero en este universo se manifiesta como único en cada instante. (Un adulto quizás ni siquiera se reconozca a sí mismo en su niñez o adolescencia. ¡Tú te percibes y manifiestas diferente de ti mismo a lo largo del tiempo!)

Según se ha demostrado, ese otro que observas con temor, confianza, arrogancia, dulzura, cólera, vergüenza, indignación, adulación, amor, odio, simpatía, lástima, desprecio, indiferencia… ese otro podría ser tú, tú podrías ser ese otro. Solo cambian las circunstancias.

El ego es una construcción inherente al tiempo y a la habitualidad; el tiempo, a su vez, es inmanente al ego. Un ente eterno no tendría ego —lo cual no implica que no posea conciencia, sino que sería incapaz de percibir individualidad—.

Por eso: conoce quién eres. Conócete a ti mismo… y conocerás a todos. Quien se busca a sí mismo, ya ha sido otro.

Análisis posteriores.

Estaremos de acuerdo en que la construcción de la realidad proviene del intento de una conciencia por poner orden frente a un caos constituido por materia y energía. Una construcción ilusoria compartida es lo que corrientemente se conoce como realidad; una ilusión individual es lo que la colectividad realista denomina locura.

Cabe señalar, además, que la construcción de la realidad debe ser congruente con las leyes universales. El comportamiento del universo parece independiente de nuestra percepción: no vemos personas caminando por el aire ni estableciendo leyes físicas según sus creencias o voluntades.

Una demostración concreta de esta idea: imaginemos un ser hipotético de dimensiones subatómicas. Las leyes de la porción del universo que tendría a su alcance serían muy diferentes a las nuestras, con fuerzas e interacciones de otra categoría, regidas más por la física cuántica que por la clásica. Su concepto de realidad sería inimaginablemente diferente al nuestro.

Los razonamientos anteriores conducen, de forma natural, a concebir la existencia material como una multiplicidad aparente de una entidad única, o de un proceso o algoritmo complejo, pero también único.

Lo siguiente no es más que una elucubración: tras esta existencia, se abren al menos dos posibilidades. Una, que la conciencia sea material y se extinga junto con la vida. Otra, que exista una mente inmaterial persistente más allá de la muerte, la cual retornaría a su fuente, como una gota que vuelve al mar (lo que, a su vez, sería también una forma de extinción, al menos del ego).

Quizás el motivo de esta existencia sea experimental: evaluar qué variantes merecen o convienen que existan. Los criterios de selección propuestos por las diferentes religiones probablemente sean muy diferentes de los verdaderos —que permanecen ocultos— y no estén regidos por la difusa (y tal vez inexistente) dualidad bien-mal, sino por mecanismos de selección más cercanos a los principios darwinianos. Quizás el ente eterno no posea conciencia y nosotros seamos un punto de vista que emergió de su complejidad, la mirada desde la que se percibe, una especie de co-creación.

La moral derivada de la religión no parece ser más que un acuerdo de cabotaje, organizativo de la sociedad, cuyo objetivo es ante todo político, más que trascendental. Nos indica cómo debemos comportarnos para sostener una convivencia vecinal armoniosa a lo largo de esta existencia y, por qué no, también cómo ser sumisos ante lo establecido y ante las autoridades.

De hecho, si se omiten del Nuevo Testamento los milagros y los sucesos sobrenaturales, lo que queda es un Jesús maestro de moral racional —una abstracción más que un personaje histórico. Una expresión de este carácter la realizó un joven Georg Hegel en un escrito que se publicó unos 75 años después de su muerte, titulado Historia de Jesús. En este ensayo, Hegel reproduce íntegramente el contenido del Evangelio de Lucas, excluyendo los milagros.

Según algunos análisis históricos, el emperador romano Constantino I habría contribuido de manera decisiva a la consolidación de lo que hoy conocemos como la Iglesia Católica, utilizándola como un elemento de cohesión política para el imperio que gobernaba. Es un hecho que él mismo continuó siendo devoto del dios romano Mitra —originalmente persa—, dios del Sol. Solo en sus últimos días aceptó el bautismo cristiano, lo que llevó a Voltaire, 1400 años después, a sentenciar: “Constantino encontró la fórmula para vivir como un criminal y morir como un santo.”

Se ha argumentado que el Primer Concilio de Nicea, impulsado por Constantino, pudo haber influido en la selección e interpretación de ciertos elementos narrativos, incluyendo milagros, con el objetivo de reforzar el carácter divino de la figura de Jesús. Algo similar hicieron los pitagóricos con su líder, a quien también le atribuían milagros; la historia ha registrado numerosos casos en que se exalta a un líder con el objetivo de reforzar su figura y su doctrina.

En ese concilio fundacional —realizado aproximadamente 300 años después de la muerte de Cristo— se estableció, entre otras afirmaciones, que Jesús, tras ser ejecutado y sepultado, descendió a los infiernos, resucitó al tercer día y ascendió a los cielos, donde se encuentra sentado a la derecha de Dios. Cada vez que un cristiano recita el Credo y dice «descendió a los infiernos», está repitiendo una imagen que tiene más raíces en la mitología griega que en los relatos originales: según esa tradición, tras la muerte, todas las almas descendían al Hades, el inframundo, para ser juzgadas —una noción conocida como katábasis.

Palabras finales.

El determinismo nos convierte en actores que interpretan una obra cuyo guion desconocemos. Podemos hacer pequeñas improvisaciones, pero la obra parece seguir un libreto inquebrantable. ¿Quién es el actor detrás del personaje?

En este mundo, somos seres del ahora, del instante presente. Como decía Aristóteles, somos seres sociales, animales políticos; pero eso no constituye un principio, sino una consecuencia escatológica. La socialización es un fin último que impregna nuestra existencia con presente y nos convierte en hombres de nuestra época.

La memoria y el deseo son cargas a las que no deberíamos apegarnos, pues nos proyectan hacia el pasado y el futuro, respectivamente: momentos que no son nuestros, momentos que no nos pertenecen. Un ser que crea y vive continuamente en el presente es un ser eterno.

Este ensayo está en permanente revisión. Como todo pensamiento en movimiento, puede ser modificado, ampliado o afinado con el tiempo. La versión que estás leyendo es un reflejo de un momento dentro de un proceso más amplio.

Una Digresión Teológico-Filosófica

Nietzsche - Humano, demasiado humano.Aquellos que buscan consuelo no lo hallarán. Quienes buscan la verdad quizás encuentren consuelo. El cultivo de la razón es la única fuente de verdad y sosiego. Quien tenga suficiente elocuencia puede imitar a los dioses. Quien la posea, no debería decir nada. Puedes ser aún mejor que los dioses: además de callar, puedes mostrar misericordia. “¡Elí, Elí! ¿Lemá sabactaní?” Ergo: “¡Yeshúa, Yeshúa! ¿Lemá sabactaní?”

Según Kant, la fe es un asentimiento subjetivamente suficiente, pero con conciencia de ser objetivamente insuficiente. El saber, en cambio, es un asentimiento subjetivo y objetivamente suficiente; mientras que la opinión consiste en asentir algo sobre la base de fundamentos objetivos, aunque con conciencia de su insuficiencia.

Escindiendo del párrafo anterior lo relativo a la fe, podría decirse con otras palabras: la fe es un asentimiento subjetivo que carece de rigurosos procesos lógicos, replicables o demostrativos propios de la razón y la experimentación.

Hasta el día de hoy —y con más razón aún en el siglo XIX, cuando Nietzsche desarrolló su obra— no ha podido demostrarse ni la existencia ni la inexistencia de Dios.

Entre los intentos por probar su existencia, encontramos, por ejemplo, a Sócrates y Platón con la prueba teleológica, luego desarrollada por los estoicos: “En la naturaleza todo se halla tan armoniosamente concertado que el hecho sólo puede explicarse admitiendo la existencia de un ser racional sobrenatural que ordene todos los fenómenos.” Este argumento fue refutado por la teoría de la evolución de Darwin, que mostró causas naturales para dicha armonía.

La prueba ontológica fue presentada por Agustín de Hipona, quien sostenía que en todas las personas existe el concepto de Dios como ser perfecto. Ahora bien, dicho concepto no podría surgir si ese ser perfecto no existiera en la realidad. Por consiguiente, Dios existe. La inconsistencia de esta prueba —que identifica lo pensado con lo objetivamente real— resultaba tan evidente que fue rechazada no sólo por filósofos materialistas, sino también por muchos teólogos, entre ellos Tomás de Aquino.

Y así podrían seguirse enumerando distintas hipótesis, quizás la más elaborada sean las cinco vías de Tomás de Aquino (criticadas, entre otros, por Kant y Hume). La mayoría parten del supuesto de que Dios existe e introducen falacias o sofismas en su lógica demostrativa para alcanzar un objetivo previamente definido. Si quien formula el argumento lo hace sin intención de engañar, estamos ante una falacia. En cambio, si se argumenta a sabiendas del error, se trata de un sofisma.

Por otra parte, también hay intentos de demostrar la no existencia de Dios. El propio Tomás de Aquino esbozó dos hipótesis independientes y argumentalmente coherentes sobre su inexistencia; aunque más tarde él mismo se encargó de refutarlas.

Cambiando el enfoque, demostrar científicamente la existencia o inexistencia de Dios resulta imposible por la simple razón de que Dios es inmaterial, y la ciencia sólo se ocupa de procesos materiales y energéticos (la energía como alter ego de la materia: E=mc2; o mejor aún: la masa como una propiedad de la energía, m=E/c2). Por ende, la realidad de Dios queda fuera del campo de estudio científico y escapa a todo tratamiento mediante cualquier método experimental. Por ejemplo, una teoría actual de la física, que combina la mecánica cuántica con la relatividad general, describe el universo como un espacio de cuatro dimensiones1 finito, sin singularidades² ni fronteras.

Sería comparable a la superficie de la Tierra, pero con una dimensión adicional. La Tierra es esférica; una persona que transitara su superficie podría creer que es infinita, ya que, moviéndose eternamente en cualquier dirección, nunca llegaría a un “final”. El universo tetradimensional, curvo, sería análogo: desde nuestra perspectiva tridimensional, parecería infinito, aunque esta percepción no sería más que una ilusión. Según esa teoría, el universo sería un espacio tetradimensional autocontenido; dondequiera que fuésemos, siempre estaríamos dentro de él (como el viajero del ejemplo, que nunca dejaría de estar en la Tierra).

Esa idea podría explicar muchas características observadas del universo —incluso la existencia de seres humanos— según el principio antrópico, que podría resumirse así: “vemos el universo tal como es porque existimos; si fuese distinto, no existirían seres inteligentes que se formularan estas preguntas”. Por lo tanto, preguntarse cómo es que existimos (o incluso por qué no «no-existimos») carecería de sentido3. Esta formulación tiene implicaciones profundas respecto al papel de Dios como Creador. Según dicha teoría, no habría habido ningún principio ni momento inicial de Creación. Sin embargo, incluso en tal caso, eso no constituye una prueba de la inexistencia de Dios4.

En numerosas citas, el apasionado Nietzsche declara no ser un hombre de fe. En otras —más numerosas aún— manifiesta su creencia en la inexistencia de Dios, lo cual, según los análisis anteriores, constituye un acto de fe. Así, Nietzsche no puede creer en la inexistencia de Dios y, al mismo tiempo, sostener que no es un hombre de fe. Esta inconsistencia se resuelve de una única manera: Nietzsche es, de hecho, un hombre de fe; tan ferviente como cualquier religioso, aunque en sentido opuesto.

Por extensión, cualquier persona que se manifieste atea es también una persona de fe (tiene fe en que Dios no existe). Más aún: ante la irracionalidad de este proceder intelectual, si el tiempo y las circunstancias se conjugaran adecuadamente, no debería sorprendernos que una misma persona de estas características pasara de «no-creer» a creer (o viceversa), al estilo del salto de fe de Søren Kierkegaard.

Por lo tanto, la “posibilidad” de Dios tiene como condición necesaria —aunque no suficiente— su acceso a través del conocimiento. En términos menos estrictos, este filosofema podría expresarse así: “La búsqueda de Dios requiere vigor infatigable”.

La fe cómoda, aquella que consiste en entregarse por conveniencia, engendra pereza5. La pereza, considerada madre, gestadora y cuna de todos los vicios, impide la realización de las virtudes. Por relación transitiva, ¿puede una virtud impedir la realización de sí misma? ¿Puede una virtud generar vicios? ¿Es esa fe verdaderamente una virtud?

Evidentemente, la fe genuina impulsa la acción, la búsqueda de fundamentos mediante las herramientas, a menudo en tensión, con que intentamos fundar nuestro entendimiento: los sentidos, la razón y la intuición. Tal vez hay una inquietud más honesta —¿acaso una forma más genuina de fe?— en el profano que, agobiado por una voluntad desesperada de sentido, pierde el sueño intentando hallarlo, que en el devoto consagrado que calla por costumbre, hasta el punto de no preguntarse críticamente, ignorando las mismas cuestiones para las que tampoco tiene respuestas suficientes.

Teniendo en cuenta la distinción entre «problema» y «misterio» establecida por el filósofo existencialista Gabriel Marcel6, podría sostenerse que Dios no es un problema a resolver, sino un misterio a indagar. Esta proposición, por su propia naturaleza, tal vez sea indecidible desde un punto de vista lógico; sin embargo, al reflexionar intensamente sobre ella7, podría alcanzarse una forma de verdad que no se verifica mediante procedimientos científicos, pero que se confirma en la medida en que ilumina la vida de cada persona.

Cuando hablo de Dios me refiero a la Teodicea de Gottfried Leibniz, es decir, al estudio de Dios al margen de las creencias religiosas. A nivel individual, priorizo el saber por sobre la fe, con la esperanza de alcanzar la Verdad mediante el vigor intelectual y espiritual, a través de verdades intermedias y progresivas, en lugar de recibirla como un regalo (que intuyo no está disponible como tal). Acordemos que no es la senda más cómoda: la naturaleza —la esencia misma de lo que Es— ama ocultarse.

De hecho, si ese Ser existiera, sería conveniente —si no necesario— que su manifestación no ocurriera como una revelación, sino como un misterio inabarcable e interminable, que no pudiera agotarse por mucho que uno profundice en él; que cuanto más uno se sumerja, más sorprenda y más se escape. De lo contrario, la revelación de la Verdad absoluta podría representar nuestro fin, al menos bajo el paraguas conceptual de existencia que conocemos. ¿Qué quedaría de nosotros? ¿Qué sería del deseo sin la falta? ¿Cómo continuaríamos luego de la manifestación patente de la Verdad? ¿Acaso el acceso repentino al Todo, sin una preparación gradual, no conllevaría a la aniquilación, a la Nada, al nihilismo?

Este carácter inabarcable no solo preserva el misterio, sino que exige humildad de nuestra parte. Como advirtió Allan Kardec: «Se necesitan años para ser un médico adocenado, las tres cuartas partes de la vida para ser sabio, ¡y se querrá obtener en unas cuantas horas la ciencia del infinito!» El conocimiento puede acumularse, pero no por eso se traduce en comprensión o sabiduría.

Por el momento, como aún «no sé» —y quizás no pueda saber— acerca de la (in)existencia de Dios, tampoco prefiero opinar. O, como lo expresó con mayor profundidad Protágoras de Abdera hace unos 2500 años: «De los dioses no puedo saber ni qué son, ni qué no son, ni qué aspecto tienen; pues múltiple es lo que me impide saber: no solamente la oscuridad (del ente mismo), sino también el hecho de que la vida del hombre es breve».

He aquí una advertencia socrática válida tanto para el ateísmo efusivo como para el fanatismo religioso: «La peor ignorancia es creer saber lo que no se sabe, porque esa ignorancia es la que impide acceder al conocimiento».

Así, cuidado con las interpretaciones ligeras, sesgadas, convenientes o inconvenientes de metáforas, parábolas y demás figuras retóricas, como, por poner un ejemplo, la tríada “frío, caliente y tibio” de Apocalipsis 3:16. Hay sabiduría en recorrer los caminos desconocidos con cautela.

Las bibliotecas del olvido están repletas de recuerdos de personas perseguidas, anuladas, abandonadas, torturadas física y/o moralmente, conquistadas por la fuerza, humilladas, ejecutadas en la hoguera, asesinadas en guerras, envenenadas o crucificadas… ¡Cuánta miseria! ¡Tanta hipocresía! En pequeños y grandes actos, colectivos e individuales… en nombre de Dios. Y, sin embargo, seguimos pronunciando Su nombre, como si aún no entendiéramos el peso de cada palabra.

Aunque sí puedo esbozar algunas ideas o condiciones necesarias para la existencia de Dios:

El universo debería estar regido por leyes inmutables e inquebrantables. Si Dios modificara ocasionalmente las leyes del universo a su discreción, sería un soberano arbitrario, y nosotros meros súbditos sometidos a su imprevisibilidad. De este punto se deriva la imposibilidad de los milagros (y de toda intervención divina en el mundo material), ya que los milagros representarían un acto de injusticia divina8. Es creencia popular que benefician a quienes los reciben, aunque a continuación se mostrará que eso no es tan seguro: dos personas padecen el mismo mal; una recibe un milagro y se cura, la otra no lo recibe y transita una vida penosa. ¿Cuál de las dos fue bendecida?

En muchas religiones, el sufrimiento se considera una llave hacia un destino trascendente. Por ejemplo, los cristianos creen que Jesús–Dios vino a salvar al mundo y que lo hizo sometiéndose al dolor moral y físico de la pasión y la crucifixión. Soportar el dolor con dignidad es considerado, en ese marco, una virtud que será recompensada “post mortem”. Entonces, quien recibió el milagro quedó, paradójicamente, en desventaja en lo que realmente importa: no en esta circunstancia efímera que llamamos vida, sino ante la eternidad.

¿Quién se atrevería a pedir un milagro? ¿Quién intentaría torcer el plan de Dios? Una persona creyente no debería pedir milagros, sino someterse a la voluntad divina —aunque no la comprenda— no sólo por respeto o sumisión, sino, sobre todo, por la inutilidad del intento. En cambio, debería dedicar sus energías a intentar comprender, a racionalizar los susurros intempestivos de Dios. Será lo que deba ser… (si es que la Voluntad posee connotaciones teleológicas).

De aquí se desprende lo siguiente: hay personas que llevan vidas tranquilas, sin grandes sobresaltos, mientras otras atraviesan tormentos de principio a fin. Nuevamente, quienes experimentan el sufrimiento serían, bajo esta lógica, los verdaderos beneficiados en relación con lo trascendente. Pero ¿por qué unos sí y otros no? Un dios que actuara así difícilmente sería digno de ese nombre. ¿Existe una relación causa-efecto tan simple entre moralidad, premios y castigos? ¿Importa la moral, o simplemente se trata de vivir? ¿Existe una moral teológica o, más bien, principios morales pragmáticos y relativos, culturalmente necesarios para ordenar la vida en sociedad?

El acceso a Dios debería ser sencillo y el conocimiento de su naturaleza, comprensible para todo ser destinado a una vida trascendente. Debería estar incorporado naturalmente o manifestarse, al menos una vez en esta existencia, sin necesidad de complejos desarrollos intelectuales o espirituales, ni de intermediarios humanos —por nobles que sean— cuya legitimidad resulta, al menos, incierta. Sin embargo, esas cosas no parecen ocurrir. Por lo tanto, o bien Dios no existe, o bien, si existe, no le importamos, o su voluntad es que vivamos como si Él no estuviera presente, sin dejar de estar.

La crueldad es la cualidad de aquel que se deleita en el sufrimiento ajeno. La misericordia, por su parte, es una virtud que mueve a compadecerse y aliviar las miserias de los demás. Dios, por definición, es omnipotente. Dios, por definición, es el Bien. La crueldad es un mal; la misericordia, un bien. Aunque este ensayo se centra en la crueldad ejercida sobre los seres humanos, basta mirar a nuestro alrededor para advertir la crueldad de esta existencia sobre todos los seres vivos. La letalidad del más violento de los humanos palidece frente a la naturaleza, que en un instante puede extinguir especies enteras o colapsar sistemas planetarios.

Tampoco hace falta indagar demasiado para notar que las cosas simplemente suceden: no hay una mano divina que evite todos los males (y si no evita uno, no debería evitar ninguno, ya que Dios también es justo por definición). Entonces, de existir Dios, (i) puede ser cruel y no misericordioso —y si los milagros existieran, además sería injusto—. Es decir, (ii) puede permitir el mal y abstenerse de hacer el bien, lo cual contradice su definición. Se concluye, así, que ese dios no sería Dios.

Desde una perspectiva humana, deberíamos eliminar el carácter condicional de esas dos proposiciones, ya que los conceptos de crueldad y misericordia están claramente definidos para nosotros, y sólo podemos percibir hechos, no sus posibles efectos trascendentales. Pero si suponemos que Dios tiene otra definición de estos conceptos, o que, desde su perspectiva, los males son necesarios para un bien mayor (y por tanto no serían males), eso nos dejaría con otro problema: la imposibilidad de comprender qué es el bien y qué es el mal, qué debemos procurar o evitar.

Desde ese punto de vista, no habría ni “vivir bien” ni “vivir mal”, y toda religión o moral trascendente fundada en torno a Dios se derrumbaría desde sus cimientos.

Finalmente, considero pertinente cerrar este ensayo con la que es, probablemente, la pregunta fundamental de la ontología (o metafísica general): la pregunta retórica que, formulada con la intensidad suficiente, podría dibujar una sonrisa de esperanza incluso en el escéptico más tenaz. Esa pregunta, planteada de distintas maneras por numerosas mentes inquietas y fervorosas en su labor intelectual —Leibniz, Heidegger, Schelling, entre otros—, reza así: “¿Por qué hay algo y no, más bien, nada?

¿Por qué existe un universo tan complejo, con al menos un planeta rebosante de vida, desafiando las posibilidades estadísticas que exigirían la concatenación de innumerables casualidades para hacerlo posible, cuando lo más sencillo, práctico, económico —y hasta sensato— parecería ser que no existiera nada?9

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1
Las tres dimensiones espaciales más el tiempo.

2 Como la singularidad al inicio de este universo según la teoría del Big Bang: toda su materia/energía concentrada en un punto infinitesimal.

3 Stephen W. Hawking, Historia del tiempo.

4 En el estado actual del conocimiento científico, aún quedan espacios para Dios, aunque la historia muestra que no suele ser una buena idea buscarlo en los huecos del conocimiento vigente (huecos que eventualmente son llenados por teorías nuevas y consistentes, mientras los teólogos de las instituciones religiosas se apresuran a doblar sus doctrinas para que encajen con la realidad verificada). Pero este caso es interesante: el principio de incertidumbre o indeterminación de Heisenberg es una propiedad fundamental e ineludible de nuestro mundo, y echó por tierra las ideas de Laplace sobre una fórmula determinista que pudiera explicar el futuro del universo y todo su contenido a partir del conocimiento de su estado en un momento dado. ¡Si ni siquiera podemos medir con precisión el estado presente del universo! Sin embargo, podrían existir un conjunto de leyes que determinen completamente los acontecimientos para algún ser sobrenatural que pudiera observar ese estado presente sin perturbarlo; un ser que habite más allá de las cuatro dimensiones en las que estamos atrapados los simples mortales.

5 Platón, Menón o de la Virtud. En este diálogo simulado entre Sócrates y Menón, Platón, aunque reconoce desconocer la naturaleza y las propiedades de la virtud (aunque la considera un bien, una cualidad del alma vinculada —si no equivalente— a la sabiduría), concluye que solo a través del saber y de la opinión verdadera pueden existir hombres buenos y útiles, dejando de lado la confianza en el mero proceso deductivo. La virtud no se daría por naturaleza ni sería enseñable, sino que resultaría de un don divino concedido a quien le llega, sin que quien la reciba lo sepa (pues, de saberlo, podría enseñarla). En el desarrollo del diálogo, presenta la teoría de la reminiscencia: es decir, saber sin haber aprendido de nadie; lo que llamamos aprender no sería otra cosa que recordar aquello que el alma ya conoce.

6 «El problema es algo que se encuentra, que obstaculiza el camino. Se halla enteramente ante mí. En cambio, el misterio es algo en lo que me hallo comprometido, a cuya esencia pertenece, por consiguiente, el no estar enteramente ante mí. Es como si en esta zona la distinción entre en mí y ante mí perdiera su significación.». (Marcel, Aproximación al misterio del Ser).

7 Y acaso hacer filosofía no es, en las palabras de Alvin Plantinga, «pensar sobre algo, pero muy fuerte».

8 Algunos sostienen que los milagros no necesariamente implican la suspensión de las leyes naturales, sino que forman parte de un orden más amplio —aún incomprensible para el ser humano—. Según esta postura, lo que llamamos «milagro» no sería más que un episodio infrecuente, pero inscrito en un plan mayor; una excepción solo desde nuestra perspectiva limitada. En esta visión, no habría injusticia divina, sino una armonía que escapa a nuestras categorías lógicas o morales.

Sin embargo, esta defensa —por más sofisticada que parezca— conduce inevitablemente a una paradoja: si el milagro está prefigurado en un orden superior, entonces no es tal. Un milagro deja de ser un “acto extraordinario” y se vuelve un fenómeno más dentro del engranaje cósmico. Así, se diluye en la rutina metafísica del universo, perdiendo su potencia simbólica, su valor como señal de la intervención divina. El milagro “explicado” ya no maravilla.

Además, esta objeción se apoya más en un acto de confianza que en una argumentación racional: parte de la suposición de que todo encaja, de que lo incomprensible no lo es en sí, sino por nuestra limitación. Pero si aceptamos eso sin examen, dejamos de razonar para empezar a justificar. Y allí ya no estamos haciendo filosofía, sino liturgia.

Yo prefiero pensar que la lógica —aunque imperfecta— sigue siendo nuestra mejor brújula.

A lo largo de la historia, numerosos acontecimientos que alguna vez fueron leídos como “milagrosos” resultaron ser manifestaciones de leyes naturales aún no comprendidas. El fuego, por ejemplo, fue durante siglos objeto de adoración, símbolo de lo sagrado y de lo inexplicable. Hoy, encendemos una hornalla sin necesidad de plegarias. Su misterio fue comprendido, y con ello, dominado.

Incluso aquello que todavía no terminamos de comprender —como la fuerza de gravedad— ha sido, en cierta medida, eludido o desafiado. El hombre vuela, no porque haya vencido la gravedad, sino porque la ha bordeado con ingeniería, cálculo y persistencia. Hemos hecho que el cuerpo desafíe su propio peso, y eso, en otra época, hubiera sido considerado prodigio.

Quizá todo milagro no sea más que ciencia aún no revelada. En ese caso, atribuirle a Dios lo que aún no entendemos sería una renuncia anticipada al pensamiento.

No hay intervención sobrenatural, ni suspensión de leyes, ni favores celestiales en esta cosmovisión. Pero tal vez —sólo tal vez— haya espacio para una plegaria distinta: no por una cura, ni por una salvación, ni por una excepción. Una plegaria por claridad.

Que se nos permita, si acaso, vislumbrar una porción de aquello que rige lo que es. Que podamos comprender. Que el misterio no se disipe, pero se deje rozar. No pedimos que lo imposible suceda: pedimos que lo posible se revele.

Y si hay una divinidad en algún rincón del ser, tal vez no se le honre con cánticos ni ruegos, sino con preguntas bien formuladas.

9 Algunas doctrinas (como el idealismo subjetivo) afirman que esta existencia es una mera ilusión. Aún si ese fuera el caso, sigue siendo válida la pregunta, ya que al menos estoy yo formulándola.

Este ensayo está en permanente revisión. Como todo pensamiento en movimiento, puede ser modificado, ampliado o afinado con el tiempo. La versión que estás leyendo es un reflejo de un momento dentro de un proceso más amplio.

¿Qué es la Bioingeniería?

Albert EinsteinLo más bello que podemos experimentar es el lado misterioso de la vida. Es el sentimiento profundo que se encuentra en la cuna del arte y de la ciencia verdadera. – Albert Einstein (1879-1955); físico y matemático estadounidense, de origen alemán.

Una de las definiciones más aceptadas de Bioingeniería es aquella propuesta en 1972 por el «Committes of the Engineer’s Joint Council» de los Estados Unidos:

La Bioingeniería es la aplicación de los conocimientos recabados de una fértil cruza entre la ciencia ingenieril y la médica, tal que a través de ambas pueden ser plenamente utilizados para el beneficio del hombre.

Esta definición implica una colaboración que normalmente no puede obtenerse dentro de la estructura de cada disciplina por separado.

Otra definición, realizada por Heinz Wolff en 1970, es la siguiente:

La Bioingeniería consiste en la aplicación de las técnicas y las ideas de la ingeniería a la biología, y concretamente a la biología humana. El gran sector de la Bioingeniería que se refiere especialmente a la medicina, puede llamarse más adecuadamente Ingeniería Biomédica.

Cuando los Ingenieros Biomédicos trabajan dentro de un hospital o clínica, son llamados usualmente Ingenieros Clínicos. Un Ingeniero Clínico es una persona graduada de un programa académico ingenieril que lo acredita o quien es Ingeniero de otra área y está comprometido en la aplicación del conocimiento científico y tecnológico, desarrollado a través de la educación ingenieril y la experiencia profesional subsecuente, dentro del ambiente del cuidado de la salud, en apoyo de actividades clínicas.