Aquellos que busquen consuelo, no lo hallarán. Los que busquen la verdad, quizás encuentren consuelo. El cultivo de la razón es la única fuente de verdad y sosiego… El que tenga suficiente elocuencia puede imitar a los dioses. El que tenga suficiente elocuencia no debe decir nada. Puedes ser aún mejor que los dioses: además de no decir nada, puedes mostrar misericordia. «¡Elí, Elí!, ¿Lemá sabactaní?» ergo «¡Yeshúa, Yeshúa!, ¿Lemá sabactaní?»
Según Kant, la fe es un asentimiento subjetivamente suficiente, pero con conciencia de ser objetivamente insuficiente. El saber, en cambio, es un asentimiento subjetivo y objetivamente suficiente; y la opinión, por su parte, es asentir algo por fundamentos objetivos, aunque con conciencia de ser insuficientes.
Escindiendo del párrafo anterior lo relativo a la fe, con otras palabras: la fe es un asentimiento subjetivo que carece de rigurosos procesos lógicos/replicables/demostrativos de la razón y la experimentación.
Hasta el día de hoy (menos aún en el siglo XIX cuando Nietzsche desarrolló su obra), no ha podido demostrarse ni la existencia ni la inexistencia de Dios.
Del lado de los intentos de demostrar su existencia, por ejemplo, Sócrates y Platón con la prueba teleológica, luego desarrollada por los estoicos: «En la naturaleza se halla todo tan armoniosamente concertado que el hecho sólo puede explicarse si se admite la existencia de un ser racional sobrenatural que ordene todos los fenómenos.». Ese argumento fue refutado por la teoría darwiniana de la evolución que mostró las causas naturales de la armonía.
La prueba ontológica fue presentada por Agustín de Hipona, quien afirmaba que en todas las personas se da el concepto de Dios como ser perfecto. Ahora bien, el concepto no puede surgir si el ser perfecto no existe en realidad. Por consiguiente, Dios existe. La inconsistencia de la prueba ontológica (que identifica lo pensado con lo objetivamente real) resultaba tan evidente que se manifestaron contra ella no sólo los filósofos materialistas, sino, además, muchos teólogos; la rechazó, por ejemplo, Tomás de Aquino.
Y así se puede seguir con diferentes hipótesis, quizás la más elaborada sean las cinco vías de Tomás de Aquino (criticadas por Kant y Hume, entre otros). La mayoría con el vicio de partir del supuesto que Dios existe e introducir falacias o sofismas en la lógica demostrativa para llegar al objetivo esperado de antemano. Si quien argumenta incorrectamente lo hace sin intención, entonces estamos frente a una falacia. En cambio, si alguien formula un argumento consciente del engaño, entonces estamos frente a un sofisma.
En contraposición, los filósofos y teólogos intentan también demostrar la no existencia de Dios. El mismo Tomás de Aquino esbozó dos hipótesis independientes y argumentalmente coherentes acerca de la inexistencia de Dios. Sin embargo, más tarde él mismo se encargó de refutarlas.
Cambiando el enfoque, demostrar científicamente si Dios existe o no resulta imposible por la simple razón que Dios es inmaterial y la ciencia sólo trata con procesos materiales y energéticos (la energía como «alter ego» de la materia: E=m.c2). Así, la realidad de Dios cae fuera de su campo de estudio y escapa a todo tratamiento de cualquier método científico. Por ejemplo, una teoría actual de la Física, que combina la Mecánica Cuántica con la Relatividad General, describe el universo como un espacio de cuatro dimensiones1 finito, sin singularidades² ni fronteras.
Sería como la superficie de la Tierra pero con una dimensión más. La Tierra es esférica; una persona transitando su superficie podría creer que es infinita, ya que moviéndose eternamente en cualquier dirección nunca llegaría a un final. El universo tetradimensional, curvado, sería algo equivalente. Desde nuestra perspectiva tridimensional nos parecería infinito, pero eso no representaría más que una ilusión. Según esta teoría, el universo sería un espacio tetradimensional autocontenido; aunque fuésemos a cualquier parte siempre estaríamos dentro de él (de igual manera que el viajero del ejemplo nunca dejaría de estar en la Tierra).
Esa idea podría explicar muchas de las características observadas en el universo (incluso la existencia de seres humanos; según el principio antrópico, que puede sintetizarse en la forma «vemos el universo en la forma que es porque nosotros existimos; si el universo fuese diferente, no existirían estos seres inteligentes que se hacen estas preguntas»). Por lo tanto, preguntarse cómo es que existimos (o por qué no, «no existimos») no tiene sentido3. Esto tiene profundas implicaciones sobre el papel de Dios como Creador. Según dicha teoría, no hubo ningún principio, ningún momento de Creación. Sin embargo, aún en tal caso, eso no demuestra la inexistencia de Dios4.
En numerosas citas, el genial Nietzsche enuncia que no es un hombre de fe. En otras citas (más numerosas aún), manifiesta su creencia en la inexistencia de Dios, lo cual, según los análisis anteriores, es un acto de fe. Así, Nietzsche no puede creer en la inexistencia de Dios y a la vez considerarse que no es un hombre de fe. Esta inconsistencia se resuelve de una sola manera: Nietzsche es un hombre de fe; por cierto tan ferviente como la fe de un religioso, pero en sentido opuesto. Por extensión, cualquier persona que se manifiesta atea, es una persona de fe (tiene fe en que Dios no existe). Más aún, ante la irracionalidad de este modo de proceder intelectual, si suficientes tiempo y circunstancias se conjurasen, no debería percibirse con extrañeza en una misma persona de estas características el paso del «no-creer» al creer (o viceversa); al estilo del salto de fe de Søren Kierkegaard. Por lo tanto, la «posibilidad» de Dios tiene como condición necesaria, aunque no suficiente, su acceso a través del conocimiento. En términos menos estrictos, el filosofema anterior puede escribirse como: «La búsqueda de Dios requiere vigor infatigable.». La fe de la comodidad, la que consiste simplemente en entregarse por conveniencia, esa fe engendra pereza5. La pereza es considerada como la madre, gestadora y cuna de todos los vicios, e impide realizar las virtudes. Por relación transitiva, ¿Puede una virtud impedir la realización de sí misma? ¿Puede una virtud ser generadora de vicios? ¿Esa fe es una virtud? Evidentemente la fe verdadera va de la mano de la acción, de la búsqueda de un soporte con las herramientas que disponemos: los sentidos y la razón. Hay más fe en un profano que, agobiado en su realidad desposeída, pierde el sueño intentando encontrar sentido a su existencia que en un devoto consagrado que entiende tener todo resuelto al punto de no preguntarse críticamente, de ignorar simplemente las mismas cuestiones acerca de las cuáles tampoco tiene respuestas suficientes.
Teniendo en cuenta la distinción entre «problema» y «misterio» realizada por el filósofo existencialista Gabriel Marcel6, podría argüirse que Dios no es un problema a resolver, sino un misterio a indagar. Desde un punto de vista lógico quizás la proposición resulte indecidible, pero al reflexionar intensamente acerca de Él7 tal vez se alcance una especie de verdad que no puede ser verificada mediante procedimientos científicos, pero que es confirmada mientras ilumina la vida de cada uno.
Cuando hablo de Dios me refiero a la Teodicea de Gottfried Leibniz, o sea al estudio de Dios al margen de las creencias religiosas. En lo individual priorizo los saberes por sobre las fes, con la esperanza de llegar a la Verdad a través de vigor intelectual/espiritual, a través de verdades intermedias progresivas, en lugar de obtenerla como un regalo (que presiento no se encuentra disponible como tal). Acordemos que no es la senda más cómoda, la naturaleza, la esencia de lo que Es, ama ocultarse.
De hecho, de existir ese Ser, sería conveniente, si no necesaria, su manifestación no como una revelación sino como un misterio inabarcable, interminable, que por mucho que se profundice en él no se pueda agotar. Que cuando más uno se sumerja en él, más sorprenda, más se escape. Caso contrario, la revelación de la Verdad absoluta podría ser nuestro fin, al menos bajo el paraguas conceptual de existencia que conocemos. ¿Qué quedaría de nosotros, qué sería de nuestro deseo sin la falta, cómo continuaríamos luego de la manifestación patente de la Verdad? ¿Acaso el acceso repentino al Todo sin una preparación gradual, no conllevaría a la aniquilación, a la Nada, al nihilismo? El conocimiento no implica comprensión ni sabiduría. – «Se necesitan años para ser un médico adocenado, las tres cuartas partes de la vida para ser sabio, ¡Y se querrá obtener en unas cuantas horas la ciencia del infinito!», Allan Kardec.
Por el momento, como aún «no sé» acerca de la (in)existencia de Dios, tampoco prefiero opinar. O como lo dijo mejor Protágoras de Abdera hace unos 2500 años: «De los dioses no puedo saber ni que son, ni que no son, ni qué aspecto tienen; pues múltiple es lo que me impide saber: no solamente la oscuridad (del ente mismo), sino también el hecho de que la vida del hombre es breve.». He aquí una advertencia socrática válida tanto para el ateísmo efusivo como para el fanatismo religioso: «La peor ignorancia es creer saber lo que no se sabe. Porque esa ignorancia es la que impide acceder al conocimiento.». Así, cuidado con las interpretaciones ligeras, sesgadas, convenientes e inconvenientes de metáforas, parábolas y demás figuras retóricas, como, por poner un ejemplo, frío, caliente y tibio de Apocalipsis 3:16. Hay sabiduría en recorrer los caminos desconocidos con cautela. Las bibliotecas del recuerdo y del olvido están repletas de personas perseguidas, torturadas física y/o moralmente, muertas en la hoguera, en guerras, envenenadas, o crucificadas… En el nombre de Dios.
Aunque sí puedo esbozar algunas ideas o condiciones necesarias para la existencia de Dios:
- El universo debería estar regido por leyes inmutables, inquebrantables. Si Dios modificase ocasionalmente las leyes del universo a discreción sería un tirano y nosotros esclavos.
- Del inciso anterior se deriva la imposibilidad de los milagros (y de toda intervención divina en el mundo material), ya que los milagros representarían un acto de injusticia divina. Es creer popular que benefician a quienes los reciben, aunque a continuación se mostrará que eso no es tan seguro. Dos personas padecen un mismo mal; una recibe un milagro y es curada; la otra no recibe un milagro y debe transcurrir una penosa vida. ¿Cuál de las dos fue bendecida? En la mayoría de las religiones, el sufrimiento es una especie de llave hacia un mejor lugar en la vida trascendente; los cristianos manifiestan que Jesús-Dios vino para salvar al mundo; y basan esa fe en que lo salvó sometiéndose al dolor moral y físico de la pasión y crucifixión. Soportar el dolor con dignidad es un logro que será recompensado «post mortem» en la mayoría de las creencias religiosas. Entonces, la persona que recibió el milagro quedó en desventaja en lo que realmente importa, no en esta circunstancia de la existencia que llamamos vida, sino ante la eternidad. ¿Quién se atrevería a pedir un milagro? ¿Quién se atrevería a intentar torcer el plan de Dios? Una persona creyente no debería pedir milagros, debería someterse a la voluntad de Dios aunque no la comprenda.
- Del inciso anterior se deriva el siguiente: hay personas que viven vidas tranquilas, sin demasiados sobresaltos, al mismo tiempo que otras llevan vidas plagadas de tormentos de principio a fin. Nuevamente, las personas beneficiadas en lo que interesa (la eternidad, la Vida después de la vida temporal) son precisamente estas últimas. Pero por qué unas sí y otras no. Un dios que procediese así no podría ser Dios. ¿Existe una relación causa-efecto tan simple en cuanto a moralidad, premios y castigos? ¿Importa acaso la moral o sólo se trata de vivir? ¿Existe una moral teológica o existen principios morales pragmáticos y relativos, tendientes a ordenar la vida en sociedad?
- El acceso a Dios debería ser simple y el conocimiento de Dios comprensible por cada ser destinado a una vida trascendente. Dios debería estar incorporado naturalmente o mediante comunicaciones, al menos una vez en esta existencia, de la divinidad con su creatura, sin necesidad de arduos desarrollos intelectuales o espirituales ni de representantes humanos (bienintencionados en algunas ocasiones, pero de dudosa legitimidad). Esas cosas no parecen ocurrir, por lo tanto o Dios no existe o, si existe, o no le importamos o su voluntad es que vivamos esta vida como si Él no existiese.
- La crueldad es la cualidad de cruel y este último término refiere al que se deleita en hacer sufrir o se complace con los padecimientos ajenos. La misericordia es una virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos y miserias ajenos (y que impulsa a ayudarles o aliviarles). Dios es omnipotente por definición. Dios es bien por definición. La crueldad es un mal, la misericordia un bien. Aunque este ensayo focaliza en la crueldad ejercida sobre el ser humano, no hace falta más que mirar a nuestro alrededor para percibir la crueldad de esta existencia sobre todos los seres vivos. La letalidad del más violento de los individuos que haya existido es fútil comparada con la naturaleza, que en un chasquido de dedos puede desterrar una especie o colapsar un sistema planetario completo. Tampoco es necesario hurgar demasiado para notar que las cosas simplemente suceden, que no hay una mano divina que evite todos los males (y si no evita uno no debe evitar ninguno, ya que Dios es justo también por definición). Entonces, de existir Dios: (i) puede ser cruel y puede ser no-misericordioso -y si los milagros existiesen además sería injusto-. Es decir, (ii) puede permitir el mal y evitar hacer el bien, lo cual es una contradicción de su definición y se debe concluir que ese dios no es Dios. Desde el punto de vista humano debería quitarse el carácter condicional «puede» de las dos proposiciones anteriores ya que los conceptos de crueldad y misericordia están claramente definidos para nosotros y no somos capaces de percibir más que hechos y no sus posibles efectos trascendentales. Pero, suponiendo que Dios tuviese una definición diferente de los conceptos vertidos o que los males que se padecen fuesen desde su visión necesarios para un bien mayor (es decir que en realidad no fuesen males), tales casos nos dejarían con otro inconveniente: la incapacidad de los seres humanos de comprender qué es bueno y qué es malo, qué debemos procurar y qué evitar. Por lo tanto, desde ese punto de vista no habría ni un «vivir bien» ni un «vivir mal» y toda religión y moral trascendente (que gire en torno a Dios) se derrumbarían desde sus cimientos.
Finalmente, siento conveniente cerrar este ensayo con la (probablemente) pregunta fundamental de la ontología (o metafísica general). La pregunta retórica que, formulada con la intensidad suficiente, podría dibujar una sonrisa de esperanza en el escéptico más tenaz. La pregunta que fue expuesta de diferentes maneras por numerosas mentes inquietas, pujantes en su labor intelectual (Leibniz, Heidegger, Schelling,…): «¿Por qué hay algo y no, más bien, nada?». ¿Por qué existe un universo tan complejo con al menos un planeta que rebosa de vida, desafiando las posibilidades estadísticas de que se concatenen numerosísimas casualidades para que ello ocurra, cuando lo más sencillo, práctico, económico y hasta sensato sería que no hubiese nada?
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1 Las tres dimensiones espaciales más el tiempo.
2 Como la singularidad al inicio de este universo según la teoría del Big Bang: toda su materia/energía concentrada en un punto infinitesimal.
3 Stephen W. Hawking, Historia del tiempo.
4 En el estado actual del conocimiento científico aún quedan espacios para Dios, aunque la historia muestra que no parece ser buena idea buscarlo en los huecos del conocimiento actual (huecos que eventualmente son llenados por teorías nuevas y consistentes al mismo tiempo que los teólogos de las instituciones religiosas se dan prisa en doblar sus doctrinas para que cuadren con la realidad verificada). Pero este es interesante: el principio de incertidumbre o indeterminación de Heinsenberg es una propiedad fundamental, ineludible, de este mundo, el cual dio por tierra las ideas de Laplace acerca de una fórmula determinística que explique el futuro del universo y todo su contenido, conociendo su estado en un momento dado. ¡Si ni siquiera podemos medir el estado presente del universo en forma precisa! Pero podrían existir un conjunto de leyes que determina completamente los acontecimientos para algún ser sobrenatural, que observase el estado presente del universo sin perturbarlo; un ser que habite más allá de las cuatro dimensiones en las que estamos atrapados los simples mortales.
5 Platón, Menón o de la Virtud. En este diálogo simulado entre Sócrates y Menón, Platón, si bien desconoce la naturaleza y las propiedades de la virtud (aunque la considera un bien, una cualidad del alma vinculada, si no un sinónimo, a la sabiduría), concluye que sólo a través del saber y de la opinión (verdadera) puede haber hombres buenos (y útiles), dejando a un lado la fe en el proceso deductivo. La virtud no se daría por naturaleza ni sería enseñable, sino que resultaría de un don divino a quien le llega, sin que aquellos que la reciban lo sepan (ya que si no podrían enseñarla). En el proceso desarrolla la teoría de la reminiscencia, o sea saber sin haber aprendido de nadie; lo que se llama aprender no es otra cosa que recordar lo que el alma ya sabe.
6 «El problema es algo que se encuentra, que obstaculiza el camino. Se halla enteramente ante mí. En cambio, el misterio es algo en lo que me hallo comprometido, a cuya esencia pertenece, por consiguiente, el no estar enteramente ante mí. Es como si en esta zona la distinción entre en mí y ante mí perdiera su significación.». (Marcel, Aproximación al misterio del Ser).
7 Y acaso hacer filosofía no es, en las palabras de Alvin Plantinga, «pensar sobre algo, pero muy fuerte».